Ne se dio cuenta ese día de que no quería morir, como tantos otros. Se daba cuenta de que no quería morir cada vez que pensaba en que podría querer morir en ese momento. Esta vez supo que no quería morir, pero supo algo más, algo nuevo; quería encontrar a la muerte y ganarla. Y matarla Llevársela al no estar, donde gritaban juntas todas las cosas que dejaron de tener sentido. Así que lo hizo, y no tuvo que preocuparse por querer morir, porque no existía la muerte, y no había posibilidad de cumplir su deseo.
Ne era inmortal, a sus ojos. La muerte era demasiado rara para existir.
Hablaba con los espíritus que habitaban con ella el aire a su alrededor. No le decían mucho esa mañana, inspiraciones huecas, soplidos sin corriente. Si tuvieran cara sería una de aburrimiento. En su habitación la luz entraba por una pequeña ventana rectangular y estrecha de semisótano. Los espíritus descansaban en la oscuridad, después de revolotear durante la noche con los gatos callejeros y las estrellas.
El calor era húmedo y pesado. Ne pensaba en cómo había vencido a la muerte mientras se miraba las manos. Tenía que tener cuidado, porque su poder de desdibujar la realidad acababa de actuar con mucha fuerza y no quería dejar de creer en sus manos ni en sus pies. Los quería usar para ir a desayunar.
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